De sus muchas y sabias conclusiones, la que más profunda me parece es la de que “los Papalagi son pobres a causa de sus muchas cosas”. En realidad, de esta proposición se deducen todas las demás de su doctrina.
Recuerdo bien cuando los publicitarios españoles éramos samoanos.  Corrían los años setenta y ochenta del pasado siglo. La publicidad  española se escribía en poemas de veinte segundos, dignos del lápiz de  Picasso o de la pluma de Gracián.
Llevábamos bastante tiempo observando a los Papalagi en Cannes. A esos  bárbaros del norte cuya publicidad parecía rica porque tenía muchas más  cosas que la nuestra: más dinero de producción, más segundos… más cosas,  en suma.
Pero nosotros, los samoanos españoles, teníamos al Gran Espíritu  Creativo de nuestra parte. Y a una pléyade de publicitarios con talento y  con ansia de gloria. Una generación brillante que no disponía de  segundos en sus comerciales, ni de recursos en sus presupuestos que  ocultasen su genio creativo tras todas esas cosas que les sobraban a los  Papalagi.
Samoa triunfó en Cannes. Los Papalagi trataron de imitarnos, pero las  muchas cosas de sus spots les estorbaban y disfrazaban su creatividad  con técnica, dólares y libras esterlinas. Samoa no dejó de ascender en  su éxito hasta que, en el 93, quedó, por única vez en su historia,  primera en el gran festival, sempiternamente dominado por los Papalagi.
Entonces fue cuando nos hicimos ricos. Cuando nos hicimos nuevos  ricos.
Todavía estamos pagando las consecuencias de una riqueza repentina que  nos alejó del Gran Espíritu. Empezamos a tener muchas cosas. Y, como  teníamos muchas cosas, las enseñábamos en nuestros comerciales, como los  antiguos indianos enseñaban sus palacetes, sus palmeras, sus cadenas de  oro y sus haigas.
Feo es hacer ostentación de la riqueza. Y, aún más feo, hacerlo de la  que ha sido ganada con tanta precipitación. Claro que, en nuestro caso,  más que feo fue tonto, porque entregamos nuestra gloria a cambio de unos  cuantos platos de lentejas doradas.
Los vikingos recogieron el testigo, hasta que, después, lo heredaron  otros samoanos, los samoanos argentinos y los samoanos del extremo  oriente…
Fuimos desleales a nuestros principios, a nuestra verdad. Llegamos a  creernos tan ricos, que queríamos tener muchas más cosas. Tantas cosas  queríamos, tantas cosas necesitábamos, que nos sumimos en una profunda  pobreza. Todo era insuficiente para nosotros. Lo único que nos sobraba  era soberbia.
Incluso cuando nos abandonó la riqueza material fuimos incapaces de  recordar nuestra naturaleza samoana: ya nos habíamos convertido en  Papalagi pobres.
Y ahí seguimos, luchando contra nuestra falsa fortuna, contra nuestra  reputación creativa de auténtico semilujo. Será difícil que vuelvan a  nuestros balcones y a nuestras tapias aquellas golondrinas y aquellas  madreselvas cuya creatividad puso a España en el mapa de la publicidad  mundial. Tendríamos que hacer un ejercicio de modestia tan excepcional,  para los tiempos que corren, que dudo que unos Papalagi tan aburguesados  como nosotros tengamos ya aptitudes para ello.
Traicionar a la lealtad siempre trae funestas consecuencias. Sófocles decía, en una de sus grandes tragedias, que quien cambió tardes de sueños por un barco cargado de oro, vendió su honra al destino y entregó su alma a las Moiras. Por eso hubo alguien que, parafraseando la famosa cita de Méndez Núñez (o, mejor dicho, poniéndola en singular), dijo que más vale honra sin barco que barco sin honra.
En la radio se oía, precisamente, ese programa de música clásica titulado “El Humo de los Barcos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario